El señor Picaporte siempre se ponía los mismos zapatos para bajar la basura. Eran unos zapatos de piel marrón oscura, de tacto suave y de pisada delicada. Abría la puerta sin demasiado cuidado, más bien sin pensar, y con esfuerzo situaba la bolsa frente a la puerta del ascensor. Más abajo le esperaba un amplio descansillo repleto de buzones de gente a la que, muy probablemente, saludara al menos una vez desde que se instaló. Los contenedores estaban en el patio trasero, pues un mozo se encargaba periódicamente de vaciarlos en el exterior. Don Picaporte no salía mucho, pues tenía mucha facilidad para agarrarse un catarro.
El bueno de Picaporte era un hombre mayor, aún soltero, pero no por falta de elegancia y buen trato con las mujeres. Siempre había llevado una vida sencilla. Era el personaje perfecto para una película de humor tierno, el hombre perfecto para observar mientras se prepara un tentempié de jamón de York. Le gustaban los libros de todo tipo, aunque siempre había preferido evitar aquellos que le obligaran a repasar una y otra vez las mismas líneas para comprender su sentido. No pensaba mucho, veía, escuchaba, miraba, aprendía, pero no acostumbraba a dudar. “Buenas tardes” era todo menos banal en él. Le gustaba masticar la unión del “nas” y el “tar”, le encantaba decirlo por su sonoridad y porque para él siempre era verdad. Era tan sencillo, que nadie en el bloque en el que residía se atrevió jamás a formular un juicio concreto sobre él más allá de señalar el placer que constituía coincidir con él en el umbral de la vivienda o al final de las escaleras. Sin embargo, detrás de toda esa amabilidad y distinción, se ocultaba la satisfacción del secreto. Rara vez se escuchaba el televisor en su piso, más bien la radio. A veces se podía apreciar la música de unos dibujos animados o los disparos de la películas de vaqueros. A menudo sintonizaba en su aparato de radio a pilas las noticias y los debates generales, que le hacían sentirse acompañado, aunque se abstraía de los contenidos. Otras veces dejaba aparecer por el pequeño altavoz la música diversa que una cadena de la radio nacional emitía. Se felicitaba de la variedad en la música, la sorprendente e incomprensible fecundidad de la producción de notas y ritmos en los miles de rincones de la Tierra. Durante la escucha de la radio se preparaba la cena, el desayuno y las comidas, que siempre llevaba a cabo junto a la ventana, que dotaba a su salón de una cálida atmósfera con el vespertino advenimiento de la luz del sol. En realidad había luz todo el día, pero era de tarde cuando él gustaba de emprender sus tareas hogareñas y desempolvar las cajas de madera junto a su biblioteca especial.
Y es que don Picaporte era ilusionista aficionado. Tenía 72 años, y hacía tiempo que se había despedido de su empleo como mecánico de automóviles. La afición le llegó ni tarde ni pronto, pero desde luego cuando aún podía decirse joven. Como no solía recordar las cosas desagradables, o simplemente con algún sentido negativo, no pensaba mucho en que de pequeño no le gustaban los magos. De pequeño, muy a su pesar, vio con casi terror las impresionantes escenografías de los magos en las fiestas de los pueblos, o las veloces mentiras que contaban los prestidigitadores en los paseos de domingo. De muy pequeño advirtió como demasiado raras las posturas de las manos de los magos que cambiaban los billetes de valor, o hacían desaparecer un pequeño pañuelo de colores. A pesar de ello, él compartía con su antiguo espejo lo que, a partir de un amor tardío, derivó en la más auténtica pasión de su vida.
Hacía unos días que el señor Picaporte había comprado un billete de tren. Durante todos los años que pasó como mecánico había dejado algo de las ganancias apartado para un viaje. En el billete se podía leer el siguiente recorrido: de Madrid-Atocha a Paris. Hasta la estación de Atocha tomaría un taxi, ya que no quería tener que cargar durante mucho tiempo con el equipaje que, por cierto, no sería mucho. En su juventud, Picaporte desatornillaba y reponía las bujías imaginando que en sus manos tenía la base de los prodigios que los magos del pasado presentaban ante el atónito público, ignorante de la electricidad. Cuando tenía que deshacerse de alguna pieza pequeña no dejaba escapar la ocasión de, aun siendo para sí mismo, realizar un sencillo pero efectivo juego de manos. Sin embargo siempre fue un trabajador ejemplar. Entonces trabajaba sólo en su taller, que con mucho esfuerzo había conseguido poseer. Sus clientes eran conductores de siempre, aunque no le faltaban nuevos clientes que le harían, más de una vez, llegar a casa demasiado tarde. Por ello y a diferencia de otros ilusionistas, casi todo el tiempo sus monedas eran tuercas y sus naipes recibos de la luz, aunque nunca entregaría un coche tarde, pues para él el deber y la elegancia no podían abandonarse ni por la más elevada de las pasiones. Ahora y después de tantos años había decidido que ya podía descansar y cerrar. Por supuesto, durante los últimos 15 años hubo de contratar a un trabajador, pues a su edad ya no podía hacer tantos esfuerzos. Hacía 5 que ya sólo supervisaba a su compañero y atendía a los clientes.
Pues bien, fue en su juventud cuando se prometió a si mismo hacer el tan ansiado viaje a la capital de Francia. Había leído mucho sobre los grandes espectáculos que recorrían Europa y los grandiosos montajes de magos de renombre, como su admirado Robert-Houdin. Este último se instaló en un teatro de la capital, donde presentó durante muchos años sus prodigios con las mangas del frac subidas y una mesa sin mantel alguno en un simulado salón francés. Desde la muerte de Robert-Houdin se había instalado en París una pequeña sala-museo donde se mostraban los ingenios mecánicos del mago francés. Asmismo el teatro continuaba ofreciendo espectáculos de variedades que, si bien casi extinguidos, aún contaban con gran número de fieles en esta ciudad.
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«¿Dónde tengo el sobre?» Don Picaporte empezaba a inquietarse al ver que los bolsillos que visitaba ya eran repetidos. «¿Quizá en el maletín? No habré mirado bien…» Depositó el maletín, aún abierto, en la pequeña mesa del tren, inestable y demasiado sucia. Todo estaba revuelto por la visita que momentos antes había realizado su mano cuando la idea de un fatal olvido comenzaba a fraguarse en su vieja cabeza. Sus dedos, tan arrugados y tan fuertes, chocaban contra los múltiples cachivaches de ilusionista que poblaban el maletín. No había rastro del sobre, no daba con el tacto rugoso del papel. No interesado por la curiosidad creciente de los dos viajeros que le acompañaban, llevó su mano –de nuevo- al bolsillo izquierdo de su pantalón, del cual extrajo un pañuelo a cuadros con el que secó las incipientes gotas de sudor. El esfuerzo ya estaba haciendo efectos, y se sintió muy cansado. Abandonó el maletín abierto sobre la mesita plegable y se recostó en su asiento. No miraba por la ventana, tampoco al frente. Sus ojos , pequeños, enrojecidos y cubiertos de una fina capa grisácea no apuntaban a una misma ni concreta dirección. Pestañeaba y se secaba la cara y la boca, la cual cerró al percibir el áspero sabor del pañuelo cuando éste rozó impenitentemente su extasiada lengua. Una idea empezaba a cobrar cuerpo: aquella carta, la foto, el billete y el dedal de plástico habían encontrado un lugar para descansar en el sobre, pero no iba a ser el que tantos años había imaginado. Quizá permanecieran todavía en algún lugar del piso de Madrid, quizá colgaran entre el hueco de las escaleras, quizá, quizá… Y habían pasado 3 horas desde que se inició la marcha, y aún restaban otras cuatro, o a lo mejor cinco. Los árboles pasaban rápido, los túneles lo ocultaban todo, el sol estaba cubierto de nubes, las nubes repletas de agua, el agua convertido en sudor y lágrimas.
Contribución de Alfonso